Una lágrima ahogada y tantas y a la vez tan pocas preguntas. A veces solo quisiera parar de pensar, pero dejar de pensar y sentir al mismo tiempo, porque he aprendido que los sentimientos hacen más daño que cualquier otra cosa en el mundo, hacen que la vida, que los demás te importen y cuando alguien te importa al punto de convertirse en el único pensamiento de tu día, entonces estas perdido.
Tal vez tampoco es el sentir, tal vez mi mayor miedo y limitante es la conciencia que me hace reflexionar, que me previene y me bloquea.
Nunca salgas con una chica que lee, muy cierto, pero añadiría: ¡déjala encerrada!, porque una chica que lee es espectadora crítica, pide demasiado pero a la vez tiene miedo de vivir su propia historia. ¡Enciérrala! pues está acostumbrada a vivir en otras palabras, a respirar otros alientos, a decir, o al menos convencerse de ello, de sentir y entender el pensamiento ajeno, cuando ella es incapaz de permitírselo a si misma.
Enciérrala y dale un libro, pero no le des papel o tinta porque aunque sabrá narrarte miles de historias, tarde o temprano su propia conciencia le pedirá que escriba la suya; y he ahí el momento en el que recapacitará su encierro, en el que desaparecerán detectives, filósofos, mujeres inquisitivas, pasionales, aventureras; desaparecerán los paisajes, los trenes, la tarde, las calles, y quedará sólo la niebla y después... nada, la nada en la que se dará cuenta que ha sido todos y ninguno de sus personajes y se percatará de que olvidó a uno: a si misma, olvidó crear su historia porque siempre resultaron más interesantes las de los demás, porque las demás siempre tienen un final.
¡Eso es!, toda historia tiene un inicio, un climax y un final, un fin desolador, confuso, perfecto, incomprensible, aburrido, tedioso o efímero; pero un fin, cuyo objetivo es terminar el relato, dar al lector la posibilidad de cerrar el libro y acabar con la historia, olvidarla o guardarla en el inconsciente para posteriores remembranzas; pero sobre todo, un fin que concluya lo que necesita conclusión. La vida no es así, todos sabemos que hay un fin o destino terminal, pero no sabemos cuando debe terminar una historia, conocemos el inicio, vivimos y disfrutamos el climax, pero sólo una chica que lee será consiente de que viene el final, notará las señales inequívocas del mismo y sabrá desprenderse como lo ha hecho tantas veces antes; como le ha dicho adiós a sus héroes y villanos, a sus cómplices y colaboradores.
La chica que lee sabrá cuando empieza el final porque ha visto acortarse el libro y ha pasado la página tantas veces que las yemas de sus dedos están educadas para disfrutar, saborear y acariciar esas últimas páginas de los relatos memorables, o incluso, sabrá apresurar las de aquellos que la molestaron, ofendieron o dejaron insatisfecha. Sabrá que cuando llegue la última hoja, será la despedida.
La chica que lee sabe que no existen príncipes ni princesas pero, a pesar de ello, se construye castillos en el aire; sabe que no existen ni los monstruos, ni dragones, pero ello no impide que se cree sus propios fantasmas; sabe también que en todo cuento hay un villano y, al parecer, prefiere ese papel. No importa cuánto tiempo atrás haya leído esos cuentos, no se permitirá olvidar que por creer alguna vez en ellos, un príncipe rompió su corazón. No permitirá más príncipes predecibles, no más hechizos de enamoramiento y mucho menos un "felices para siempre" (aunque a veces quisiera convencerse de ello).
Y así, hoy prefiere los diálogos de Platón, la retórica de Freud, o el cine que presente un reto a su entendimiento, no desea más una comedia romántica que sabe que nunca se cumplirá. Y sin embargo la chica que lee cae, y cae en manos de la incertidumbre, de la añoranza por querer volver a sentirse tonta, despreocupada, por volver a vivir con la intensidad que sólo los irracionales tienen. Pero no puede, no puede volver ese conocimiento adquirido, regurgitar cada experiencia, olvidar cada golpe en la pared de la realidad que la ha llevado a refugiarse en sus libros.
La chica que lee conoció a alguien, un lector más que le representa un reto, un lector tan ávido de conocimiento como ella, tan pasional como ella, tan impredecible e inconstante como ella, un lector que sacude su mundo, toca su mano a través de las puertas de cristal levantadas en torno a su muralla, y ella quisiera abrirlas y lanzarse al vacío con él, pero recuerda que aprendió a cargar un soga en el bolsillo por si ello ocurría. Y quiere ahogarse en la desesperanza tras haber hecho de lado su orgullo y vanidad y confesarse, se quita la careta y sueña a su lado y no se ahoga pues aprendió a nadar, abre el respiradero, vuelve a tomar aire y recuerda el tanque de oxígeno que siempre lleva a su lado.
Hoy es una chica precavida que ha formado su maleta a base de desilusiones y sin embargo, vuelve a ilusionarse, a sentir mariposas ahogadas por años con litros de sinceridad, cinismo e ironía. Nunca ha sido frívola, aunque lo pareciera, simplemente ha sido protagonista oculta, narradora inquisidora, escritora mediocre y editora renegada de su propia historia.
Hoy es consiente de ello y sale de su torre de encierro, vuelve a abrir las ventanas con cuidado para evitar ser deslumbrada, pues ya ha sido engañada con luces artificiales o bien, ha abierto la ventana en medio de la tormenta, teniendo que recoger después los pedazos del desastre. Abre la puerta y se quita con cuidado las botas, se desprende de los calcetines que la protegen del frío y coloca suavemente su pie sobre el pasto húmedo por el rocío matutino. Recoge el pie, se calza las botas y se dispone a llamar a su chef favorito, aquel héroe de batallas pasadas que resultó ser su confidente, mentor y cómplice, aquel antiguo aprendiz de brujo que ha logrado quedarse y salir de la historia. Tal vez el fue el único que siempre entendió su forma de leer entre líneas, le presentó nuevos autores, se convirtió en su corrector y editor, pero nunca le robó su esencia la dejó ser, la enfrentó y apoyó, la fortaleció y la invitó a erguirse en su autenticidad.
Hoy la chica poco convencional que ama las bibliotecas y la soledad tuvo que sacar un pañuelo, sonarse una breve desilusión limpiar la gota que manchó la hoja, quitar el exceso de tinta de la pluma y posarla sobre el hermoso lienzo que tiene frente a sí, un lienzo manchado, con algunos parches y pequeños residuos de borradores pasados, porque hoy, la lectora quiere escribir.